EL JILGUERO
(The Goldfinch)
2019. Dir. John Crowley.
Si se cuenta de manera lineal, tenemos a Theo (Oakes Fegley, excelente), niño de 13 años, que pierde a su madre durante un atentado en el Museo Metropolitano de Nueva York. A partir de ese momento, con una carga fuerte de culpa (la madre tenía que ir a su colegio pero como había tiempo lo llevó al museo), será protegido por la familia de un compañero de clases, luego reaparecerá el padre que les había abandonado quien lo llevará consigo a Las Vegas, conocerá a un vecino de origen ucraniano que le introducirá al alcohol y a las drogas hasta que por azares del destino retornará a Nueva York.
La cinta no sigue ese orden: alternando varios tiempos que muestran a Theo ya joven (Ansel Elgort) en un hotel de Amsterdam, junto con su vida tanto en Nueva York como Las Vegas, para además hacernos saber que durante la confusión del atentado, tomó un pequeño cuadro del siglo XVII llamado El jilguero, de Carel Fabritius, quien fuera discípulo de Rembrandt, perdiera la vida en una explosión, quedando intacto. Al haberlo tomado libremente, tiene en su conciencia que ha cometido un robo, por lo que no desea retornarlo. Así conocemos a un personaje que vive marcado por la culpa y, a pesar de sí mismo, no puede deshacerse de ella. Aunque la cinta tiene un inicio más críptico que tarda un poco en mostrar tono y ritmo, viene a ser un drama que refleja a la sociedad contemporánea, lejos de efectos especiales o de situaciones de comedia. Una cinta inteligente, en pocas palabras.
Su vida estará plena de condiciones trágicas: apenas inicia alguna etapa de normalidad, algo surge para acentuar su negro destino. Theo permanecerá por años encadenado a un pasado que iniciara con la muerte de su madre para continuar hasta su adultez. El joven Theo creerá haber encontrado el amor para sufrir otro golpe o su negocio de antigüedades quedará en entredicho. Todas las condiciones estarán dadas para que el joven Theo vaya creciendo emocionalmente y alcance la recuperación de un momento previo a la fatalidad. Así como la joven Eilis, protagonista de Brooklyn: un nuevo hogar, la cinta que el irlandés Crowley filmó en 2015, tendrán que superarse los obstáculos para alcanzar la armonía personal. Si en esa cinta el camino era menos tortuoso, ahora se ha tomado la senda tenebrosa, donde la finalidad será encontrar la paz interior. Aparte maneja la tesis de que hay objetos inmortales que pasan de generación en generación porque nosotros, humanos, morimos, pero el arte permanece por siempre.
Recuperar el momento fatal
para encontrar la paz interior
Vilipendiada por la crítica norteamericana, acusada de ser
inerte y lenta, aparte de una taquilla bajísima (que significa baja calidad
para los vecinos del norte), la película ha sufrido el maltrato de los distribuidores
nacionales al ser enviada a pocas salas en condiciones difíciles (se exhibe, sobre todo, en lugares
“fifís” a $170 el boleto) y horarios limitados. Basada en una magnífica novela-mamotreto
(750 páginas) de Donna Tartt (cuya edición en español puede encontrarla en la Editorial Lumen: ya hay edición de bolsillo, también), que se ganó el Pulitzer en 2014 y fue de los
mejores libros del 2013, se ha escamoteado para el público de Monterrey: no
quedará más que esperar el Blu-ray o el paso por algún servicio de streaming.
Una lástima, porque vale la pena.
El realizador irlandés
John Crowley