lunes, 18 de abril de 2016

HIJO DE PAPÁ


DESIERTO
2015. Dir. Jonás Cuarón.

 


            Un grupo de personas cruza el desierto en una vieja camioneta rumbo a la frontera con Estados Unidos. De pronto el vehículo se descompone sin remedio. Los “polleros” les indican que caminen y vayan hacia donde se encuentra el país anhelado. Al pasar por un simple alambrado ya están transgrediendo la ley y provocando la ira de un cazador de ilegales. El hombre los persigue y va matando dejando solamente a quienes pueden escapar de su furia. Luego, continuará el infierno.
 


            No puede contarse más para evitar la revelación de las mínimas sorpresas que aguardan. La película narra una situación prácticamente cotidiana: quienes van en busca del sueño americano exponiéndose a todos los peligros posibles. A cada quien le va de manera diferente y luego se cuenta cómo les fue en la feria. Hay quienes van, son deportados, reintentan, vuelven a ser deportados y persiguen su deseo. En esta cinta está el caso extremo: quienes van y mueren por quienes ejercen la justicia por propia mano.

 


            Moisés (Gael García Bernal) será quien deberá enfrentarse con Sam (Jeffrey Dean Morgan). No hay muchos diálogos: Sam expresa que no quiere que le invadan su hogar. Moisés quiere construir un futuro para su hijo. Cada uno establece sus prioridades: idénticas pero opuestas. Una amoral, en detrimento de la vida. La otra sincera, sin intención de daño. Además, aparece un perro feroz.



            No es una gran película: ni es novedosa ni es original. Se ha tratado el tema en numerosas cintas, obras de teatro, novelas. Su gran vigencia es por la metáfora coincidente con la actual realidad de un precandidato a la presidencia norteamericana. El cazador que mata ilegales equivale a un gran muro que reemplace a una sencilla alambrada y a las políticas en contra de quienes vivan sin papeles “en el otro lado”.
 


            En 2009 escribí lo siguiente por la cinta Año uña, ópera prima de Cuarón filmada con puras fotofijas: “Año uña” es una cinta muy menor, un experimento válido, que queda como mera promesa de un director que quizás nos ofrezca obra más sólida en el futuro. Ocho años después, Cuarón brinda una cinta apabullante y entretenida por su buen ritmo y su sentido del suspenso pero donde no ocurre más que un juego de gato y ratón. Tan simple como su cinta previa, tan inocua (como su guion coescrito con su padre para Gravity que destacaba por su belleza visual y la impactante Sandra Bullock) donde queda todavía la promesa: “quizás nos ofrezca obra más sólida en el futuro”. Tanto halago, claro, porque es hijo de un papá exitoso que alcanzó el sueño americano sin tener que cruzar un desierto. Mucho ruido y pocas nueces, para homenajear al querido cuatricentenario Shakespeare. Jonás Cuarón es el Alberto Isaac de nuestros tiempos: un cine correcto que no dice nada personal: mucha forma, eso sí, con la suerte de ser hijo y sobrino privilegiado...