SPENCER
2021. Dir. Pablo Larraín.
La princesa Diana (Kristen Stewart) se pierde en el camino a la casa real en Norfolk, donde pasará la Navidad junto con la familia. Su punto de referencia es un viejo espantapájaros que viene a ser símbolo de sus tiempos de infancia ya que ahí fue donde creció. Al llegar a su destino, es recibida por el atávico mayor Gregory (Timothy Spall) quien se encuentra para cuidarla y evitar el paso de los infaltables paparazzi. Diana llega, entonces, a lo que se convierte en una jaula de oro. Son los inicios de los años noventa, cuando ya es considerada la oveja negra de la familia, está consciente del amorío que su principesco marido sostiene con su amante Camilla Parker-Bowles, y sabe que solamente puede encontrar solaz en el pasado (ya que dentro de la realeza solamente existen pasado y presente), que es cuando fue feliz, o al lado de sus hijos William y Henry, quienes la adoran y son sus compañeros de juego.
El guion explora, de manera ficcional, los hechos que llevaron a la separación matrimonial de una princesa muy querida por el público: tres días en la Navidad de 1992. Diana se clasificó como personaje de cuento de hadas para el imaginario colectivo y se encontró inmersa en una serie de protocolos y ceremonias que iban más allá de lo práctico y terrenal. Todo era una serie de formas y fórmulas: lo que se iba a comer, lo que serían los vestidos para utilizar en cada día y ocasión del fin de semana; la llegada a comer, tomarse una foto, o una reunión, antes de la Reina Isabel. Y siempre, la mirada atenta, implacable, sobre ella y sus actos. El oído perspicaz para escuchar cualquier cosa que se dijera. Las cortinas cerradas para evitar que se tomaran fotografías a distancia. Según Diana: “soy un imán para la locura… para la locura de otras personas”.
La aparición de una
biografía sobre Ana Bolena, la esposa de Enrique VIII que fuera decapitada,
para que éste pudiera casarse con Jane Seymour, colocada convenientemente sobre
la cama de la princesa, hace que Diana establezca un parangón con sus propias
circunstancias. Están los fuertes rumores acerca de la amante del príncipe
Carlos, quien le hace ver a Diana que, entre ellos, (la realeza), siempre debe
de haber una dualidad: la imagen pública, la imagen privada. Es la infidelidad
de su esposo, junto con las presiones de una clase privilegiada, lo que hace
que Diana empiece a descender a su infierno personal. Solamente sus hijos, y la
presencia de una de sus vestidoras, Maggie (Sally Hawkins), persona de
confianza, son los elementos que le permiten a Diana tener cierta esperanza,
sin imaginar el futuro que se encontraba, trágicamente, a la vuelta de la
esquina.
Pablo Larraín con Kristen Stewart en el Festival de Venecia