LUZ TENUE
PARA DOLORES DEL RÍO
Tenue.
(Del lat. tenŭis).
adj. Delicado, delgado y débil.
En
alguna ocasión, Sergio García, nuestro afamado director de teatro me platicó
que conoció a Dolores del Río cuando fue invitado al Festival Internacional
Cervantino. La actriz, entonces cercana a la setentena lo recibió (ella, como
presidenta del patronato; él, como invitado al evento) cuando caía la tarde, en
un patio donde había sombras que la resguardaran: tenía que cuidar su imagen y
disfrazar a la edad.
Frank Langella
Esta anécdota me volvió a la mente cuando leí el breve capítulo
dedicado a la actriz mexicana en el libro Dropped Names (HarperCollins, 2012)
del actor Frank Langella, donde recuerda a distintas personalidades con las
cuales tuvo acercamiento, amistad, trabajo o simples miradas como pasó con
nuestra Lola.
Comenta
Langella que en 1956 fue asistente-aprendiz en uno de los llamados “summer
theater”, temporadas de teatro que se realizaban en diversas regiones del país,
en las salas que poseen diversos pueblos norteamericanos. Fue en las montañas
de Pennsylvania. Se representaría, por ocho días, la obra Anastasia donde
Dolores interpretaba el papel principal y como su supuesta abuela, estaba la
actriz húngara Lili Darvas,
Lili Darvas, importante actriz húngara, cuya carrera fue realizada
sobre todo en la escena norteamericana
quien era dos años más joven que nuestra idolatrada
diva. Darvas llegaba durante el día, comía con los técnicos, llevaba una vida
normal. Dolores aparecía a pocos minutos de que se levantara el telón,
impecablemente vestida y maquillada, se sentaba en su camerino improvisado,
para luego entrar a escena y dar una función exacta, sin errores, igual a la
anterior y a la siguiente. Había la orden de que nadie la molestara, ni se le
acercara, ni le hablara. Langella tenía 18 años y la mujer le intrigaba. A lo
más que llegó fue a pasar frente a ella, sonreírle y Dolores le correspondió
asintiendo con la cabeza.
Cuando
alguien le preguntó a Lili Darvas si alguna vez iría Dolores en otro horario,
contestó que de ninguna manera. Dolores se la pasaba encerrada en su cuarto con
las cortinas cerradas. Viajaba en su limosina con su asistente y el chofer.
Tomaba baños de leche, como hacía Cleopatra, según cuenta la tradición. Cuidaba
su piel pero mantenía su leyenda. Al término de la función recibía el último
aplauso, sola en el escenario. Mientras la gente la alababa, ella salía por
detrás de la escenografía hacia su limosina para evitar que la gente la buscara
al término de la obra para verla, platicarle o pedirle autógrafo.
Langella
termina este capítulo de una manera muy bella al comentar “uno podría recordarla
como una mujer mayor desesperada por preservar su belleza, viviendo de la
ilusión o de su reputación; o quizá, a través de los ojos de un jovencito de
dieciocho años, como el epítome de glamour, disciplina y profesionalismo”.
Dolores del Río (1904 - 1983)