Se estrenan dos películas que muestran ambas caras de la moneda: una repite la brutal realidad que vivió la raza negra en Estados Unidos, hasta antes de los derechos civiles y la modernidad; por otro lado, la creación de una película dentro del mundo de Disney que negaba cualquier idea de malestar social y sus personajes malvados no lograban trascender y recibían su merecido. Entre la pesadilla y el sueño maravilloso de este mundo en que vivimos, cada una es eficaz en su discurso y ambas nos conmueven por distintos motivos.
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12 AÑOS ESCLAVO
(12 Years a Slave)
2013. Dir. Steve
McQueen.
Solomon Northup (un excelente Chiwetel
Ejiofor) es un violinista negro que vive libre en Washington City, Nueva York.
El año es 1841. La esclavitud no es aceptada en los estados del norte. Un par
de tipos lo engañan contratándolo para una gira, pero en realidad lo han
vendido como esclavo trasladándolo a Louisiana. Inicia así una terrible etapa
de su existencia: primero es comprado por un hombre bondadoso pero firme en su
calidad de esclavista. Luego pasa a manos de otro ser terrible.
La tercera cinta de Steve McQueen está
basada en un libro escrito por el mismo Northup luego de ser liberado y que
permitió conocer la brutalidad de los amos sureños. Ya no estamos en la ficción
forzada de “La cabaña del tío Tom” ni en el horizonte risueño de “Lo que el
viento se llevó”. Se refleja la brutalidad de la época en cuanto al total
desprecio a la dignidad humana. Northup era un hombre educado que sostenía a su
esposa y dos hijos. De pronto se encuentra solo en el mundo. Se le cambia de
nombre y debe adaptarse a ser Platt. Al ser vendido se da cuenta de otra forma
de la separación de la familia: los mercaderes ofrecían por separado a padre,
madre e hijos.
Platt vive con desesperanza. Le
aconsejan que se doblegue para poder sobrevivir pero exclama que lo que quiere
es vivir. A lo largo del tiempo desea escapar pero se da cuenta que es difícil
y las consecuencias, peores. A su alrededor hay solamente trabajo, poquísimas
satisfacciones, crueldad y dolor. Platt reflexiona, sueña, piensa. Bajo
nuestros ojos de siglo XXI y como etapa del desarrollo y progreso de la
civilización, resulta incomprensible esta explotación del hombre como objeto
mercantil. La secuencia de venta de esclavos nos recuerda otra, más relacionada
con el deseo, en “Mandingo” (Fleischer, 1975) que esta película no deja de lado
para especificar el matiz del placer.
Debe reconocerse que es la cinta más
elaborada del realizador británico McQueen, artista visual que ha ganado
reconocimientos dentro de su disciplina. Hay secuencias magistrales: al ser
casi colgado y dejado a su suerte, vemos a Platt desde diversos ángulos y
distancias como una forma de establecer su martirio. Cuando se frustra una
posible alianza con alguien que le conectará con la gente que lo conoce en el
norte, no queda más que destrozar su violín, único nexo físico con el pasado.
Cuando surge una posible luz en el horizonte, su rostro adquiere matices
cambiantes. Por otro lado, pasan doce años que no se sienten ni se distinguen.
En su primera cinta “Hambre”, el realizador hablaba de otro hecho de la
vida real al mostrar la protesta de Bobby Sands, activista republicano irlandés,
con su huelga de hambre en los años ochenta buscando justicia para los
prisioneros políticos. La siguiente, “Shame, deseos culpables”, mostraba a un
adicto al sexo, atormentado por su condición, sin dejar de darle rienda suelta
a su instinto, situando la acción en tiempos actuales. Ahora, con esta película
que lo lleva a la mitad del siglo XIX, se repite la constante de personaje que
debe buscar una salida a su insoportable situación personal. En las otras creaciones,
era la muerte redentora (“Hambre”) o el remordimiento inútil y la posible
represión (“Shame”). Ahora, al menos, su solución trae la felicidad. En todos
los casos es la injusticia lo que inflama a todas las situaciones.
La cinta ha sido criticada por su crueldad extrema (Fue mucho peor “La
pasión del Cristo” del excesivo Gibson) pero simplemente se está recreando una
verdad que fue y que no se ha exterminado (las torturas que suceden diariamente
entre secuestradores y sus víctimas o en países en guerra con los abusos de
soldados contra civiles, entre otros ejemplos). El reparto es excepcional:
Michael Fassbender (actor constante con McQueen) logra otro de sus personajes terribles sin caer en la
sobreactuación y Chiwetel Ejiofor como Northup/Platt reafirma su versatilidad
histriónica.
McQueen ha recuperado otro hecho vergonzoso de la historia pero es
solamente un testimonio singular del abuso. Cuando uno piensa en el posterior
holocausto judío, en las masacres y represiones chinas, en la trata de blancas,
en tantas otras muestras de crueldad humana hacia la propia especie, no puede
desligar la injusticia, la impotencia, el sometimiento al cual somos sujetos
todos los días, de otras formas, con otras intenciones.
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EL
SUEÑO DE WALT DISNEY
(Saving
Mr. Banks)
2013.
Dir. John Lee Hancock.
Con un
nada inspirado título en español, se estrena una conmovedora producción -precisamente
de Disney- que relata los problemas que se tuvieron con la autora P.L. Travers,
creadora del personaje de “Mary Poppins”, para convencerla de ceder los
derechos de filmación de su popular libro. La película intercala momentos del
pasado de la claridosa y amargada escritora con el proceso de elaboración del
guión de su libro junto con el productor de la cinta, los compositores de las
canciones y la relación amistosa que
surge entre el chofer asignado y la difícil mujer.
La
cinta se mueve de 1961 durante su estancia en Hollywood con retroceso a 1906
centrada en su infancia australiana para luego adelantarse a 1964 con el
estreno de la taquillerísima película. La trama busca explicar los motivos de
su dureza (y rudeza) que trasladó al libro de la nana solucionadora de
problemas y que, finalmente, gracias a la insistencia de Disney, llegó a doblegarse
para exorcizar sus demonios interiores. Disney estuvo veinte años buscando la
aprobación de la escritora.
La
película tiende a la manipulación de sentimientos del espectador: acto
constante dentro de la producción y trayectoria disneyanas, con una
ficcionalización extrema e idealizada. Lo más terrible que vemos es una tos que
produce sangre y todo lo demás es la dulzura escondida. Debido a que uno creció
con el impactante universo de Disney, disfrutando de cuentos que estaban
“limpios” de cualquier obscenidad, dejando muy claras las diferencias entre lo
bueno (personajes bellos, blancos, cantarines, ingenuos) y lo malo (brujas,
seres con el ceño fruncido, triunfadores que caerían en el peor de los
castigos), tiene conciencia de lo que está viendo. Y se deja manipular con
gusto.
La
película tiene tres cualidades distinguibles: Emma Thompson en el rol de la
escritora; Paul Giamatti como el chofer que logra conmoverla; y la
reconstrucción de lo que era el proceso creativo en los Estudios Disney al inicio
de los años sesenta, cuando su hegemonía estaba bien establecida, para conocer
el sitio que ocupaban productores y compositores dentro de lo que era el mundo
de Walt, frase que ahora utilizamos para señalar a quienes piensan que el mundo
no tiene defectos ni víctimas y que la vida es bella, sin tapujos; algo que
sucede cuando se vive la experiencia de visitar sus parques temáticos porque
dentro de ellos no existe el infierno.
Este
año se cumple el cincuentenario de “Mary Poppins”: para quienes pudimos
disfrutarla durante su estreno, esta película permite un agridulce retorno al
pasado sin tecnología avanzada y menores problemas de violencia y desigualdad.
La película se convierte, entonces, en homenaje indirecto que los Estudios Disney realiza
para una de sus obras más rentables y durables en la memoria de una generación,
aparte de haber sido su primera exitosa mezcla de acción viva con animación.
El
realizador John Lee Hancock ya había jugado con nuestras emociones primarias
con “Un sueño posible” (The Blind Side, 2009), donde había trabajado otro noble
personaje femenino inspirado también en hechos reales. Es un artesano que filma
con eficacia y limpieza, pero los grandes aciertos residen en las
interpretaciones de buenos elencos. Conscientemente manipuladora, esta película
se deja querer porque insiste en aquello que hizo triunfar a Disney: rechazar
lo malo y pensar que todo es maravilloso, aunque sea por un par de horas.