miércoles, 28 de julio de 2010

CINE DE IMÁGENES 2

LA ÚLTIMA ORDEN








El actor Emil Jannings (Suiza, 1884 - Austria, 1950), luego de haber triunfado en el cine alemán desde los años diez, alcanzó el pináculo de su carrera con cintas que tuvieron mucho éxito en Estados Unidos (“El último hombre”, “Tartufo” y “Fausto” de Murnau, “Variedades” de Dupont) por lo que fue importado para trabajar en Hollywood (al igual que sus directores). Sus primeras películas de 1927-28 (“El destino de la carne” de Fleming, junto con la cinta que da título a este artículo) le otorgaron el primer premio Óscar como mejor actor. Tuvo la mala suerte de llegar a la fábrica de sueños en el momento cuando el sonido brindaba otra etapa al espectáculo cinematográfico. Su fuerte acento alemán iba a ser un impedimento (o una limitante) para su carrera en el cine sonoro por lo que tuvo la buena idea de retornar a Alemania cuando apenas había filmado seis películas. Su papel como el estricto profesor Unrath que cae en las redes de una frívola vedette para alcanzar la triste decadencia en “El ángel azul” (Der Blaue Engel, Von Sternberg, 1929) fue el cierre honroso de su carrera. Luego sería actor dentro del cine nazi, acatando sus ideales para terminar en la triste oscuridad.

“La última orden” (The Last Command, Von Sternberg, 1928)
es una cinta que se narra en dos tiempos. Inicia precisamente en el Hollywood de 1928 cuando el director ruso Leo Andreyev (William Powell) busca a la persona que interprete a un general en su nueva producción. Por medio de una foto selecciona a quien se hace llamar Gran Duque Sergei Alexander (Emil Jannings) que vive solitario, con un tic nervioso que le hace mover constantemente la cabeza. Al día siguiente llega a la central de extras del estudio donde uno de ellos se queja del tic y otro se burla de la cruz que le concedió el Zar de Rusia. Humillado, empieza a maquillarse y recuerda. La acción pasa, entonces, al segundo tiempo narrativo de 1917, en Rusia.

Ahora es ese Gran Duque, primo del Zar, que lucha contra los revolucionarios. Manda llamar a una pareja de actores a los cuales reconoce como rebeldes. Golpea al hombre (quien es nada menos el Leo de la narración previa) y lo manda encarcelar, pero se queda con la mujer Natalia (Evelyn Brent) a la cual deja como su protegida. Leo logrará escapar. Natalia tendrá oportunidad de matar a su protector pero descubre que el hombre en realidad ama a Rusia y que sus acciones de lealtad hacia el Zar se deben a ese sentimiento de fidelidad aunque se encuentre del otro lado de las convicciones revolucionarias. Ella se ha enamorado y sigue a su lado. En un viaje a Petrogrado, cuando ya la lucha está casi perdida, los revolucionarios atacan el tren donde viaja. Someten al general, Natalia se declara rebelde, y van a matarlo, pero la mujer interviene y les pide que lo hagan trabajar alimentando el horno del tren para matarlo hasta que lleguen a su destino. En realidad la mujer lo ha hecho para salvarlo. Natalia se dirige hasta el vagón de la máquina, deja inconscientes a los hombres que ahí están, le entrega sus perlas al general para que huya de Rusia y el hombre salta del tren que, más adelante, se desploma al vacío cuando se cae un puente. Así muere Natalia y el hombre adquiere su tic nervioso.

Al volver al Hollywood de 1928, el director decide hacerle recordar al General sus glorias pasadas, pero sobre todo su derrota (para torturarlo), pero el hombre entra en un sinfín de recuerdos; alucina a los rebeldes que lo atacan; empuña la bandera imperial y sufre un ataque que le quita la vida. El asistente del director expresa que fue mala suerte porque el hombre hubiera sido un gran actor. Leo responde que “más que un gran actor, era un gran hombre”.

La cinta no adquiere matices políticos ni controversias históricas. Lo que importa es el hombre que posee ideales y los persigue aunque esté, según el cristal con el cual se mire, correcto o equivocado: a pesar de ser primo del Zar, el general está consciente de la realidad del ejército y de la frivolidad del regente que no ama a su nación como debería; el amor es soberano y se encuentra más allá de cualquier situación política, y eso hace que Natalia se entregue a la pasión amorosa porque tiene enfrente a un hombre íntegro aunque opuesto a sus propios afanes de cambio; la venganza, largo tiempo anhelada, se suprime ante la admiración hacia un hombre que ha sido fiel a sus convicciones, porque la locura repentina del general ha permitido la visión de lo que fue el amor a la patria.

El cine silente de los grandes maestros llama mucho la atención por el cuidado narrativo, la iluminación perfecta, los detalles que permiten el avance de la trama. “La última orden” es apabullante por el contraste que sugiere: los extras de Hollywood son tan vulgares y provocadores como los revolucionarios rusos; el director de cine tiene a su lado a los hombres que atienden hasta su último capricho como los militares alrededor del general ruso; en tiempos distintos, en lugares diferentes, hay una comparación de la igualdad de roles y sistemas para que se note que mientras más se cambie más se seguirá igual. De hecho, uno nunca se entera de los motivos que llevaron al revolucionario Leo, miembro de un estado político al que apoyaba, a la meca capitalista de Hollywood (acorde con los principios del comunismo).

Von Sternberg siempre fue un apasionado de los personajes zaristas o imperiales. Su gusto por el lujo fue constante (hay que revisar sus cintas con Marlene: ya sea en China o Rusia o España). “La última orden” es ejemplo de dichas pasiones desde los puntos de vista que le eran más queridos.