viernes, 2 de julio de 2010

CINE DE IMÁGENES


EL VIENTO


Uno se asombra cuando ve películas del Hollywood silente porque no se tenía tanta tecnología para los efectos especiales ni para los trucos de imagen. Acabo de volver a ver “El viento” (Victor Seaström, 1928) y me impactó su actualidad a pesar de que han transcurrido más de 80 años de su filmación. En la copia que vi, hay una introducción con la actriz Lillian Gish donde menciona que le había llevado su sinopsis, de una novela escrita por Dorothy Scarborough, al productor Thalberg de la Metro-Goldwyn-Mayer quien la aceptó aunque le objetó un desenlace infeliz (era Hollywood, la fábrica de sueños). Gish eligió al director sueco Víctor Sjöstrom (quien en Estados Unidos se hizo apellidar Seastrom) por su fuerza imaginativa.

Se narra la historia de Letty (Lillian Gish), chica que viaja desde Virginia hasta una región en la mitad de Estados Unidos para vivir con su primo, al cual quería como hermano, sin pensar que la esposa de éste se encelaría pensando que quería robárselo. La obliga a casarse con uno de dos pretendientes del lugar que le han salido a la muchacha. Ella acepta, por miedo a quedarse desamparada, al más joven de los dos (Lars Hanson)

y permanece en el lugar a pesar de que detesta al viento que corre constante, levanta polvo y arena, ensucia los platos, la casa, y el rumor omnipresente la asusta y molesta. En la noche de bodas rechaza a su marido quien le promete no volverla a tocar, sino que ganará el dinero necesario para mandarla lejos. El retorno de un viejo amigo de Letty, casado, quien quiere abusar de ella, incrementa sus temores. Mientras el marido sale en busca de caballos salvajes para ganar dinero, el hombre quiere aprovecharse de ella, quien lo mata y lo entierra en la arena. Durante la noche, el viento destapa el cuerpo que la delata. Vuelve su marido, ella confiesa el hecho, pero afuera, en la arena, no hay nada. Ella comprende que lo ama y le asegura que se quedará con él.

Victor Sjöstrom (1879 - 1960) es considerado el padre del cine sueco. Comenzó a filmar en 1912 y una docena de años más tarde llegó a Hollywood para realizar una cinta con Lon Chaney (“El que recibe las cachetadas”),

otra con Greta Garbo (“La mujer divina”, de la cual solamente se conservan nueve minutos) y dos con Lillian Gish (“La letra escarlata” y “El viento”). Volvió a Suecia para dedicarse al cine y al teatro tanto dirigiendo como actuando y su papel más popular fue como el Dr. Borg en “Fresas salvajes” de Ingmar Bergman (1957).

La cinta es apasionante. Uno siente el viento que angustia y enloquece a la protagonista a pesar de que no hay más que imágenes.



Un caballo blanco, nervioso, intranquilo, que simboliza al destructivo viento del norte. La arena, el polvo que entra por los recovecos de la casa. El contraste entre la joven fresca y lozana que viaja en el tren que la dirige hacia su destino, con el rostro cansado, ojeroso, desilusionado de poco tiempo después. Un ciclón amenazante que se acerca a la noche de fiesta donde se alternan los pretendientes con el villano abusador para ofrecerle un futuro incierto.

Cuando uno se acerca a estas obras maestras del cine silente donde una imagen vale más que mil palabras, como expresa un lugar común, quisiera haber vivido la experiencia en su contexto natural. Sentir las emociones de los espectadores y escuchar los comentarios obligados ya que no había nada más que obstruir a la atención que la música de la pianola, en el mejor de los casos. También se aprecia el talento de actores que sabían expresarse a través del gesto o la mirada.

“El viento” llegó a esta ciudad en una excelente copia de 16mm que fue exhibida en la Sala Guajardo del IMNRC en algún momento de los años ochenta (creo, porque ya confundo los tiempos de la memoria). No tenía subtítulos en sus intertítulos, pero no importaba porque todo era lúcidamente comprensible. Ahora, qué felicidad, regresó a mis ojos y a mi mente que la tenía guardada en alguna de sus bodegas.