martes, 22 de febrero de 2011

LA VASTA OSCURIDAD


TEMPLE DE ACERO
(True Grit)
2010. Dirs. Joel y Ethan Coen.

Me tomó dos semanas acercarme a “Temple de acero” porque llevo un recuerdo muy agradable y personal de la primera versión que pude disfrutar en 1970, en el Cine Araceli. La película me entusiasmó y el hecho de haber visto a John Wayne como gigantón borracho, tuerto y conmovedor, como no había aparecido previamente en otras cintas, en una trama plena de ternura dentro de un género que iba de salida (para transformarse, claro) en el Hollywood que lo impulsó, porque otros países ya se lo habían apropiado, me produjo una huella que se ha mantenido dentro de mí.

La tendencia actual, ante la falta de originalidad, de hacer nuevas versiones de viejas y comprobadas tramas es arma de dos filos: por un lado pueden superar al original y permitir el goce a nuevas generaciones de historias inspiradoras; el lado negativo, más usual, es que la visión oscura en nuestros tiempos semejantes, de lo que había sido narrado con otro tono, inclinándose por un realismo que acerca más al espectador actual, incapaz de asombrarse fácilmente, destruye lo que había sido optimista y típico de una era.

No comparto el entusiasmo levantado por esta película. Es una buena película y está filmada por narradores soberbios que saben dominar el estilo visual. Se dice que está más cercana a la novela original de Charles Portis (que publicó Grijalbo en su tiempo), pero si se lleva a cabo una comparación, lo que se va a encontrar es más sangre y oscuridad en la versión reciente y una atmósfera envidiable en la versión anterior.

La cinta habla sobre la fortaleza personal. Es un cuento moral sobre la búsqueda de la justicia porque “nada es gratis en este mundo excepto la gracia de Dios” como expresa Mattie, la protagonista de la cinta, una adolescente de catorce años que quiere encontrar al asesino de su padre para que pague lo que debe, un hecho irracional motivado por una tontería: y lo que debe es haberse robado una vida. Mattie busca el apoyo de un oficial borracho y sin escrúpulos mientras quien lo enfrente sea alguien culpable o dudoso.

Mattie parte en busca del asesino al lado de este borracho y de un oficial tejano que anda tras el mismo hombre por otro asesinato. Así inicia la aventura compartida, el conocimiento de las personalidades de cada uno, la interrelación y esa forma de raro afecto, ese lazo de unión efímero, que se construye en situaciones únicas. Uno vive intensamente el momento de enlace: luego pasa el tiempo y queda la mera memoria, no retorna el calor humano emitido fugazmente.

Esa es una de las fallas que se perciben en esta película. Los Coen no se han distinguido por mostrar cintas de contenido humano ni grandes historias de amor. Lo suyo es la extravagancia o el personaje fuera de lo común (el infiel Clooney de “Quémese después de leerse”; el feroz Bardem de “Sin lugar para los débiles”; su epítome Turturro en “Barton Fink”). De hecho, no se produce ninguna emoción al ver, por ejemplo, el asesinato de un caballo. El propio final de la cinta es amargo al mostrar la evolución de Mattie, recordando la fugacidad emocional que les mencioné previamente. Es algo que se siente natural en un ambiente creado desde el inicio de la película. Uno de los productores de la cinta fue Steven Spielberg: ¿cuál hubiera sido el enfoque de este realizador si hubiera estado tras la cámara?

Jeff Bridges es actor de primera y siempre complace. Su personaje está alejado de John Wayne y eso fue lo que buscaron los realizadores. Matt Damon sigue sorprendiendo porque sus últimas cintas han demostrado su capacidad y versatilidad (“El desinformante”, “Más allá de la vida” o “Invictus”, por ejemplo). Sin embargo, la sorpresa mayor es la jovencita Hailee Steinfeld, talentosa y segura. Lo malo, insisto, es hacerlos habitar un Arkansas frío y oscuro: un infierno sobre la tierra con nieve, cadáveres colgados, un seudodentista con una piel de oso.

El género del cine del oeste era aparentemente inofensivo y amable cuando en realidad sucedían situaciones terribles (“Más corazón que odio”, “Su última salida”, “Mujer pasional”, “El refugio”, “El último atardecer”, entre muchos títulos). Era el Hollywood de la superficie que tuvo realizadores inteligentes que pudieron sugerir sin mostrar; insinuar sin decir. La diferencia entre estos temples acerados reside en que uno se aferra a la ingenuidad de otros tiempos porque eran menos agresivos, menos desolados, menos oscuros que lo que esta versión insiste en someter a sus espectadores porque muestra mucha técnica pero nulo corazón. Es un producto perfectamente mecánico e inteligente: si la primera versión era un cuerpo humano, la nueva es cibernética pura.