EL CIUDADANO ILUSTRE
2016. Dirs. Gastón Duprat y Mariano Cohn.
Daniel
Mantovani (Óscar Martínez) es el arrogante, egocéntrico y displicente escritor
argentino que ha ganado el premio Nobel. Su postura personal lo lleva a
despreciar el protocolo de la nobleza y comenta que esta distinción será una
especie de cierre de su carrera. Cinco años más tarde, en Barcelona, donde ha
vivido desde hace cuarenta años, recibe la invitación de asistir a una
ceremonia donde se le nombrará ciudadano ilustre de Salas, su pueblo natal. Comenta
a su asistente que fue lo mejor que pudo haber hecho pero luego, dentro de sus
contradicciones, acepta volver. Lo hace pidiendo que no haya periodistas ni
anuncios oficiales. Su llegada es accidentada, se nota que los habitantes del
pueblo no tienen la menor idea de lo que significa el trato a una personalidad.
Inician los reencuentros con las viejas amistades o amores así como las
actividades simples, convenencieras y políticas dentro del civismo pueblerino:
impartir una cátedra, ser jurado de un concurso de pintura, recibir la medalla
de ilustre, develar un busto en la plaza del lugar. Sin embargo, toda la
corrección y admiración inicial se va transformando en un descenso al infierno
de la mediocridad, los intereses particulares, la ignorancia, el sometimiento,
el poderío de las personas ricas del pueblo, entre otros trances siniestros. Está dividida en cinco capítulos como novela que deviene la cinta en sí.
Óscar Martínez, excelente. Fue el mejor
actor en el Festival de Venecia 2017
Daniel
Mantovani se ha acostumbrado al trato especial y distinguido. Al llegar a su
pueblo asume una actitud modesta en su trato pero resulta intolerante ante la
estupidez o la ingenuidad de la cual quiso huir años atrás (“mis
personajes no logran salir de donde yo escapé”). La cinta es mordaz
inicialmente: asistimos a un desfile en el carro de bomberos donde el alcalde y
la reina de la belleza del pueblo lo acompañan para recibir la ovación del
pueblo; vemos un vídeo donde se narra su historia que está filmado de la manera
más elemental y cursi; lo vemos en un programa de la televisión local donde el
productor le pregunta cuál es su nombre y profesión. Luego viene el drama: el
reencuentro con el viejo amigo que le confiesa que se casó con la novia que
dejó detrás; las personas que piden favores: el que ha vivido la fantasía de
que su padre inspiró uno de los personajes de una novela. El destino, la
corrupción, la hipocresía se interponen en su camino. Lo más interesante es que no se recurre al retroceso en el tiempo: todo el pasado se puede descifrar con gestos, actitudes, algún dato, que viene a ser una cualidad. Se evita caer en el melodrama ramplón: Mantovani es producto de su pasado y ahora es el presente.
El evento oficial para nombrarlo ciudadano
distinguido al lado del alcalde y de la reina de belleza
del pueblo.
El reencuentro con el amigo y la novia que dejó,
quien ahora es su esposa.
El
encuentro sexual con una joven contestataria y audaz; el enfrentamiento con el “artista”
mediocre del pueblo quien preside la sociedad artística, además de participar el
concurso que la misma organiza; la visita al burdel local o a la vieja casa
donde vivió, ahora transformada en peluquería, proporciona un dejo de tristeza.
Si uno lo compara con la realidad que vivimos se puede extrapolar a experiencias
usuales en Latinoamérica. El ficticio pueblo de Salas puede equipararse con
nuestros municipios con sus concursos de belleza, sus directores de cultura, su
doble moralidad, su hegemonía de la riqueza. Ante la mediocridad que le rodea,
Mantovani se irrita aunque, paradójicamente, refleja su propia realidad. Uno
imagina la fuente que inspiró al guionista para crear este argumento: el Nobel
de los supuestos progresistas pero en el fondo conservadores y presuntuosos explotadores
de su poder. Finalmente el petulante personaje no puede despojarse de sus
orígenes, ni evitar ser el reflejo, en otro nivel, de la misma gente que
desprecia: uno, ellos, él mismo.
Mariano Cohn y Gastón Duprat