CHICUAROTES
2019. Dir. Gael García
Bernal.
Cagalera (Benny Emmanuel) y Moloteco (Gabriel Carbajal) se
suben a los camiones como payasos sin gracia ni suerte. Cagalera, enojado ante
la indiferencia de los pasajeros, saca una pistola, comienza a amenazarlos y a
quitarles celulares, carteras, dinero. Luego. ambos huyen y se reparten
objetos. Cagalera se ilusiona con una cajita de cerillos con publicidad de un
casino en Las Vegas. Y es que Cagalera quiere escapar, irse de San Gregorio
Atlapulco, de la jurisdicción de Ciudad de México, donde vive con su madre
(Dolores Heredia), un padrastro borracho y golpeador (Enoc Leaño) del cual ha
tomado la pistola, además de una hermana y un hermano que es gay de closet.
Ante la falta de dinero, acepta la oferta de un hamponcete
seductor, Planchado (Ricardo Abarca), para robar una tienda de lencería donde
cada uno, incluido Moloteco, podrá llegar a ganar veinte mil pesos. Todo
resulta un fracaso, pero Cagalera toma varias prendas para venderlas. Mientras
huyen, son detenidos por una patrulla conducida por dos oficiales femeninos y
obesos que los dejan libres siempre y cuando Planchado les cumpla sexualmente. Cagalera,
desesperado, decide secuestrar al hijo de uno de los tipos ricos del suburbio
para conseguir el dinero que necesita para escapar pero que resultará ser su peor
descenso a los infiernos.
La segunda cinta de García Bernal como director es tan
desarticulada como ambiciosa. El deseo de presentar una imagen de la clase
paupérrima como alegoría de la miseria nacional se queda en buenas intenciones
porque el guion apunta a tantos blancos que finalmente no atina a ninguno. La
atmósfera es real ya que se filmó en la locación original, sin embargo, el tono
queda disperso: de la acción inicial se pasa al dramatismo tremendista familiar
para luego llegar al folclore local de un entierro carnavalesco que se desvía
hacia el humor aparentemente negro y fellinesco de las policías gordas y
lujuriosas con el afán de provocar -sin éxito- la carcajada del espectador.
Cagalera ríe en pantalla para equilibrar lo que no se produce en la sala. Todavía
se sigue cambiando el tono con los hechos que suceden a continuación.
Estamos ante unos Los olvidados (Buñuel, 1950) para
la generación Y que no tomará conciencia de lo que significa la pobreza
extrema ni tendrá la repercusión que a mitad de siglo XX impactó por la ruptura
con las buenas costumbres usualmente presentes en el cine (peor aún: ni
siquiera irá al cine a ver la película). Estamos ante el tipo de cine mexicano
que se centra en las tendencias de los Ruizpalacios (Güeros, Museo) o Escalantes (Heli)
cuyas pretensiones de redención por la clase no privilegiada se presenta con glamour
formal, siempre con tremendismos. Es lo que pasa con esta película. Estamos
ante un guion que parece haberse ido creando con ocurrencias que podrían
interesar al público (los payasos ladrones, las obesas violadoras, un secuestro
imbécil, el hecho de que Cagalera vaya, sorpresivamente, a enfrentarse con su padre). Ni siquiera la sugerencia de la justicia por propia mano como son los
linchamientos populares en poblaciones más salvajes e indolentes ante la
autoridad tiene mayor eco que una secuencia final mal resuelta.
Lo que habría que pedirle a García Bernal (bastante
deteriorado a los 40 años si es que lo ha visto en entrevistas o reportajes) es
que continuara como productor en lugar de dirigir porque no alcanza a comunicar
nada: todo se queda en buenas intenciones. El reparto incluye a los eternos
Daniel Giménez Cacho y Dolores Heredia, quienes deberían darse un descanso a
ellos y al público. Los jóvenes actores, por desgracia, no alcanzan los niveles
ni los carismas de sus semejantes (en físico) Kristyan Ferrer o Hosé Meléndez
(o Jorge Adrián Espíndola, excelente, a principios de siglo), por dar un par de
nombres.